[size=18:c618ca68c0][color=red:c618ca68c0] El hombre en el puente [/color:c618ca68c0] [/size:c618ca68c0]
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El panorama deslizándose desde las nubes que se van hacia el oeste, entre las montañas, hasta los
caminos que se detienen en el alambre de púas. Vallas electrificadas, lanzarrayos sobre pilotes, guardias
uniformados, todo ello familiar a cualquiera que haya habitado ese continente en los últimos
doscientos o trescientos años. El sol surgiendo entre cubos de basura y grandes baldes para limpieza,
tras los cuarteles de cocina; los guardias abrazados a los rifles, custodiando los cuarteles de cocina y
los baldes para limpieza. Moscas a las que los rifles no atemorizan.
Lo principal en el campamento: el hombre. Muchos hombres caminan o marchan entre los
edificios, que no han perdido su aspecto de provisionalidad aunque llevan largo tiempo allí
establecidos. Los habitantes de este campamento tienen una marca identificatoria que se limita
a hacerlos anónimos: una gran letra C pegada a la espalda.
C de Cerebral, amarilla como manteca.
C de Cerebral, un agradable salpicón de sesos contra la monocromía de la existencia.
Un grupo de Ces empuja un carrito de desperdicios hasta el sumidero, conversando
furiosamente.
—Tonterías, Megrip; el clorhidrato de metadona puede ser un analgésico poderoso, pero su
uso resulta imposible en esas circunstancias, porque llevaría a la adicción.
—Nunca me gustó el sonido de esa palabra: analgésico...
—Aunque produzca adicción, aunque produzca adicción, opino que..
El viento sopla, el carrito cruje.
Otros Ces limpian las letrinas; cuatro de ellos, vestidos de color gris desteñido, hablan con el
lenguaje habitual del grupo, porque encuentran placer en la charla y en las discusiones. No se
debe olvidar que ésta es una época de felicidad, bajo los dictados del gran conductor de los
proletarios, Keils: por mucho que un C parezca sufrir, es feliz interiormente mientras se le
permita hablar libremente. En los cerebrales, el debate reemplaza a las necesidades comunes de
los proletarios, tales como la acción, la bebida y la procreación. Estos Ces conversan a la ligera.
—No, actualmente estamos presenciando las consecuencias habituales de cualquier invasión
bárbara: la decadencia de casi todas las normas hace que la raza conquistada, en su
desesperación, se vuelva hacia los vicios extremos. No es la primera vez que Europa sufre este
fenómeno, Dios lo sabe.
—Eso sería bastante válido, Jeffers, si la invasión se hubiese producido —dice uno, que habla en
una forma inteligente pero con extrema frialdad.
—Los inteligentes han sido derrotados y arrinconados por los estúpidos. ¿No es eso una invasión?
—Yo diría que es más bien una traición para con ellos mismos...
El ruido al unísono de veinte retretes al tirar de la cadena ahoga el sonido de las estrafalarias
voces. Se analiza la situación con bastante perspicacia. Equivocadamente, piensan que ese
análisis es suficiente y chapotean satisfechos en el agua grisácea que les llega a los tobillos.
El sol aparece a intervalos. Penetra hasta un cuarto gris y húmedo, donde se encuentran tres
hombres. Dos están excitados por su próxima visita al comandante del campamento. El otro es
indiferente a todo el universo, ya que se le ha extirpado la mitad del cerebro. Le llaman Adán X.
Es capaz de permanecer de pie, sentarse, acostarse, comer y defecar, cuando se le recuerda
que debe hacerlo; no tiene hábitos. Uno de los otros dos hombres, Morgern Grabowicz, cree que
Adán X es libre, mientras que el otro, Jon Winther, le considera muerto.
Adán permanece quieto mientras los otros dos discuten acerca de él. A veces, su rostro
cambia de expresión: pequeñas sonrisas, tristezas, muecas exageradas: todo viene y va gradualmente
mientras la parte de cerebro que le queda explora sigilosamente el territorio correspondiente a la
parte que ha perdido. Sus sonrisas no guardan relación con la charla, y tampoco sus tristezas;
ambas son puras manifestaciones del sistema nervioso.
De la compleja serie de operaciones a que ha sido sometido, el principal responsable es
Grabowicz, el frío y astuto Grabowicz. También Winther ha participado en todas las etapas, pero en
un papel subordinado. Durante largos meses, en sus laberintos del delirio, Adán estuvo fuera del
alcance de los dos. Ahora acaba de levantarse, y Roban Trabann, el comandante del campamento,
está dispuesto a interesarse por su mutilada existencia.
Grabowicz y Winther quieren conversar con Adán, pero aún no hay conversación posible,
según ellos entienden el término. Jon Winther lleva la C con verdadero garbo. Debería haber
sido proletario y no cerebral, ya que tiene la calidez necesaria. Ha conservado esa calidez porque
visita de vez en cuando a su familia, sólidamente proletaria. El otro hombre, el mayor es Morgern
Grabowicz, proveniente de Estiria; es duro, astuto, frío; debería tener dos C sobre la espalda. Él
es el creador de Adán X.
Adán X fue en otros tiempos otro joven C, llamado entonces Adran Zatrobik, hasta que Grabowicz
comenzó las operaciones en su cerebro, cortándolo poco a poco: una tajada aquí, un lóbulo
entero allá..., moldeando al hombre hasta obtener Adán X.
Grabowicz se muestra ahora remoto y reservado, como hacen algunos Ces cuando se enojan, en
vez de dejar traslucir las verdaderas emociones. Winther le habla en voz baja, enojado también. Sus
palabras son retransmitidas al comandante del campamento, porque los electricistas han arreglado
al fin los micrófonos del Bloque B. Han estado fuera de servicio durante dos años, a pesar de
figurar entre los asuntos de interés prioritario. Hay demasiadas piezas en esa tosca máquina. Los dos
Ces han observado el trabajo de los electricistas, pero lo que se pueda oír los deja indiferentes.
Es Winther quien habla.
—Ya sabes por qué quiere vernos, Morgern. Trabann no es tonto. Nos va a pedir que hagamos
otros hombres como Adán X, y no podemos hacer eso.
—Tal como dices, Jon —replica Grabowicz—, Trabann no es ningún tonto. Se encargará de que
podamos hacer más hombres como Adán. Lo que se ha hecho una vez, se puede volver a hacer.
Winther responde:
—Pero a él no le importa lo que pase a un C; no le importa nada de nadie, si vamos al caso. En el
fondo, tú lo sabes: lo que hemos hecho con Adán es un asesinato, y no podemos repetirlo.
—En tu melodrama, olvidas un par de puntos lógicos. En primer lugar, me importa tan poco
como a Trabann el destino de cualquier individuo, puesto que la raza humana me parece superflua:
no cumple ninguna finalidad. En segundo lugar, puesto que Adán está vivo, no ha sido asesinado,
según la definición legal del término. Tercero: repito que, si Trabann nos da los medios, podemos
repetir fácilmente nuestra obra, mejorando considerablemente el prototipo. Y cuarto...
—¡Morgern, te lo ruego, no sigas! ¡No te conviertas en algo tan inhumano como Adán! Si he sido
tu amigo durante todo este tiempo, es sólo porque sé que en el fondo sufres tanto como todos
nosotros, y por todos nosotros. ¡Deja ya esa estúpida actitud! No queremos colaborar con los proles,
ni siquiera con los bien dotados como Trabann, y sabemos..., tú también lo sabes, que Adán
representa más bien un fracaso que un triunfo.
Grabowicz recorrió el cuarto a grandes pasos. Cuando respondió, su voz pareció llegar desde muy
lejos.
—Tú mismo debiste ser prole —dijo a su amigo, en un tono frío e inexpresivo, aunque sin cólera
alguna—. Has perdido el espíritu científico; de lo contrario, sabrías que aún es demasiado temprano
para utilizar palabras emotivas como éxito o fracaso con respecto a nuestro experimento. Por el
momento, Adán es un factor desconocido. Los científicos tampoco han sido nunca moralmente
responsables de los resultados de su trabajo, del mismo modo que un ingeniero no es responsable de
los vehículos que choquen en el puente construido por él. En cuanto a lo que tú llamas «amistad»
entre nosotros, una cosa tal sólo puede basarse en el respeto, y en tu caso...
—¡No tienes sentimientos! —exclama Jon Winther—. ¡Estás tan muerto como Adán X!
Al escuchar esta discusión, el comandante Trabann nota, con interés, que un C utiliza la misma
acusación que el Partido Prole lanza contra todos los Ces. Desde que todos ellos fueron segregados en
campamentos, el resto del mundo funciona con mucha mayor facilidad (o decae con más facilidad, según
se prefiera) Esa terrible carrera de ratas, que tanto los viejos comunistas como el bloque capitalista
conocen con el nombre de «progreso», ha cedido terreno a la verdadera grandeza democrática de la
actual utopía estadística, donde no sólo todos los hombres son iguales, sino también sus inteligencias.
Ahora, Grabowicz se dirige a Adán, diciendo:
—¿Estás listo para ir a ver al comandante del campamento, Adán?
—Estoy preparado, y espero la orden para salir —responde Adán.
Su voz es clara, casi femenina, aunque ligeramente gutural. Rara vez mira de frente al hablar.
—¿Te sientes bien hoy, Adán?
—Como veis, me mantengo de pie. Es para acostumbrarme a los ataques de vértigo, a los que
soy propenso. Por otra parte, no siento nada en el cuerpo.
—¿Te duele la cabeza, Adán? —pregunta Winther.
—Al decir «el cuerpo» me refiero a toda mi anatomía. No tengo dolor de cabeza.
Winther dice, dirigiéndose a Grabowicz:
—¡No tener dolores de cabeza! Dicho por él, suena como una definición de la felicidad.
Sin prestar atención a su ayudante, Grabowicz pregunta a Adán:
—¿Soñaste algo anoche, Adán?
—Tuve un sueño de cinco minutos de duración.
—Bien, cuéntalo, hombre. Ya te he dicho que se pueden inferir varias preguntas a partir de
una pregunta sugerente.
—Lo tengo siempre en cuenta, Morgern —dice mansamente Adán—, pero creía que
esperábamos la señal para ir a la oficina del comandante. La respuesta que, según creo, requiere
tu pregunta sugerente es que soñé con un banco.
—¡Ah, eso es interesante! ¿Ves, Jon? ¿Y cómo era ese banco?
Adán dice:
—Tenía un soporte de acero en cada punta. Era completamente liso y sin marcas. Creo que
estaba sobre un piso encerado.
—¿Y qué pasó?
—Soñé con él durante cinco minutos.
Winther pregunta:
—¿No te sentaste en el banco?
Adán:
—Yo no estaba presente en mi sueño.
Winther:
—¿Qué pasaba?
Adán:
—No pasaba nada. Sólo se veía el banco.
Grabowicz:
—Ya ves, Jon. Hasta sus sueños son químicamente puros. Hemos erradicado todo el embrollo del
hipotálamo y las zonas viscerales del cerebro. Tienes ante ti al primer hombre puramente cerebral.
Dejando a un lado los sentimientos, es fácil ver cuál será nuestra próxima tarea; debemos convencer a
Trabann para que nos permita disponer de... digamos de seis Ces: tres hombres y tres mujeres. Serán
sometidos al mismo tratamiento que Adán, y después los aislaremos. Naturalmente, necesitaremos
mucha cooperación por parte de Trabann y de sus superiores. Dejaremos que las parejas procreen y
que eduquen a sus hijos sin interferencias ajenas. El resultado será el comienzo de una camarilla
dominada por el puro intelecto.
—No podrían procrear —dijo Winther, disgustado—. Al extirpar el cerebro visceral de Adán, le
hemos privado de la mitad de su sistema nervioso autónomo. ¡Para él, tener una erección es tan
imposible como volar!
En ese momento, los guardias entran a gritos; entre insultos, obligan a los tres Ces a salir de su
refugio de palabras, para enfrentarlos con el duro mundo de la realidad.
Botas remendadas sobre un remendado pavimento.
Sobre las montañas distantes, la luz del sol permanece suspendida y las montañas descienden
luego hacia la torre de Saint Praz, situada más abajo del campamento. El cielo es casi
completamente azul. Adán X camina cautelosamente entre ellos, fijando la vista en el suelo para
conservar el equilibrio.
Trabann es un buen comandante. Además de ser formidablemente feo, tiene ciertas
pretensiones de «cerebral»; por lo tanto, siente envidia de los dos mil Ces a su cargo, y es esa envidia
la que inspira su trato.
Mientras Grabowicz presenta su informe, Trabann contempla a Adán, con la abultada nariz
reluciente sobre sus bigotes espesos. Por supuesto, Trabann no está facultado para tomar ninguna
decisión: todo debe pasar a consideración de sus superiores, pero hace lo posible por presentar el
aspecto de quien está a punto de tomar una decisión; se agita y se mueve nervioso dentro de sus
ropas gruesas.
Winther permanece de pie, mientras Grabowicz carga con casi todo el peso de la disertación y se
embarca en largos detalles técnicos sobre la operación quirúrgica, citando sus anotaciones. Trabann se
aburre y deja de escuchar; de cualquier modo, un secretario está grabándolo todo. Su interés sólo se
despierta cuando Grabowicz expone su idea de crear más hombres y mujeres como Adán para intentar
la procreación. De procreación, Trabann entiende; por lo menos, de sus crudos mecanismos.
Finalmente, Trabann examina a Adán X, le habla y le interroga. Luego ahueca los labios y,
dirigiéndose a Grabowicz, dice lentamente:
—En pocas palabras: lo que vosotros hacéis es borrar el subconsciente a este hombre.
Grabowicz replica:
—No me venga con esa anticuada tontería freudiana. Quiero decir, señor, que el cuerpo de
trabajo teórico basado en la idea de la mente subconsciente se descartó hace más de un siglo, al
menos en los campamentos C.
Trabann anota que, una vez que Grabowicz haya cumplido con su trabajo, deberá ser sometido a
un tratamiento B35, y hasta B38. Le despide secamente. Grabowicz, a pesar de sus protestas, se
retira bajo custodia; Jon Winther y Adán X reciben órdenes de permanecer allí. Trabann considera
a Winther muy útil para crear conflictos entre los mismos C; tiene algunas características de
proletario, a pesar de sus hábitos típicamente cerebrales como el uso frecuente, en su conversación,
de los tiempos prohibidos: pasado y futuro.
Trabann dice a Winther:
—Supongamos que se procrean esos niños puramente intelectuales. ¿Son cerebrales o proles?
Winther:
—Ni una cosa ni otra. Serán gente nueva, si es que se les puede procrear. Personalmente, lo
pongo en duda.
Trabann:
—Pero si se los procrea, ¿están de parte vuestra?
Winther:
—¿Quién lo sabe? Usted está pensando en algo que no podrá ocurrir hasta dentro de veinte años.
Trabann:
—Tratas de confundirme. Sabes que semejantes pensamientos son traición. Los prisioneros
no deben enredar a su comandante.
Winther, encogiéndose de hombros:
—Usted sabe por qué estoy prisionero: porque las leyes son tan estúpidas que preferimos
desobedecerlas antes que vivir según ellas, aunque eso signifique ser prisioneros de por vida.
Trabann:
—Por ese comentario, que distorsiona la realidad de la situación mundial, una hora de D90, más
tarde. Ante mí, puedes admitir francamente que tú y todos los C no deseáis más que gobernar el
mundo.
Winther:
—¿Es necesario que empecemos otra vez con eso?
Trabann llama a los guardias para que le administren el D90 en ese mismo instante. Antes
de que se lleve a cabo, Winther afirma, desafiante, que los cerebrales son más capaces de
gobernar bien que quienes él denomina «anti-intelectuales» Agrega que los C soportan mucho de lo
que sufren a modo de disciplina auto-impuesta, puesto que, según creen, es necesario servir para
llegar a gobernar. Así volvemos a hallarnos ante esa peligrosa herejía C, formulada primeramente
en el capítulo 45 de la primera obra de nuestro gran maestro Keils. Qué sabio ha sido al
considerar como «terrorismo cerebral extremo» esta creencia de que se llega al poder a través de
la servidumbre.
Cuando acaba el D90, Adán X recibe unas cuantas bofetadas, y se permite a los dos C regresar a
las cuadras.
Ese día, Trabann trabaja mucho tiempo en su informe. Intuye, oscuramente, que está frente
a un gran potencial. No comprende lo que Adán X es capaz de hacer. Al esforzarse por pensar,
termina por aburrirse; sabe, además que el pensar, o al menos «el-pensar-con-miras-a-un-fin» está
en la lista negra de actividades partidarias, y eso lo entristece.
Pero dos noches después, el comandante de campamento Trabann se siente mucho más feliz. La
milicia local le trae un documento escrito por el C Jon Winther, donde se dicen ciertas cosas que, sin
duda, sus superiores desean saber. Da ciertos detalles sobre las posibilidades de Adán. Trabann da
curso al informe con un memorándum en donde expresa su desagrado por las actitudes cerebrales
expresadas en el manuscrito. Sigue a continuación el manuscrito de Winther, que comienza
mientras está recobrándose del D90 anteriormente mencionado.
Durante un largo período, permanecí entre la conciencia y la inconsciencia, sólo capaz de
percibir la parálisis de todo mi cuerpo (escribe Jon Winther) Me habían inyectado en una arteria
la boca de una bomba de vacío instantáneo; después de extraerme toda la sangre del cuerpo,
habían vuelto a inyectármela rápidamente en tanto yo perdía los sentidos. Finalmente, la pesada
respiración de Adán X, a mi lado, apartó mi atención del inestable latido de mi corazón.
Me volví sobre el vientre para mirarlo. La nariz le sangraba levemente; su rostro y sus ropas
presentaban manchas de sangre. Al ver que yo le miraba, me dijo:
—No necesito vivir, Jon.
Aunque no quiero odiarles, les odié al ver el estado de Adán; y odié también a los
nuestros, porque Adán podría considerarse el producto de una colaboración entre las dos partes.
—Límpiate la cara, Adán —le dije.
Él era incapaz de efectuar siquiera eso, librado a sus propias fuerzas.
Seguimos sumidos en el estupor de la indiferencia; finalmente, un guardia vino a decirnos
que era hora de irnos.
Tembloroso, me puse de pie y ayudé a Adán a levantarse. Salimos al cálido y agradable sol de la
tarde.
—El tiempo es tan corto y tan largo... —dije.
Estaba mareado; aun en ese momento, las palabras sonaban tontas. Pero al sentir el sol me
reconocí como un organismo viviente, merecedor de una conciencia que, aunque efímera, parecía a
veces, subjetivamente, toda una carga de eternidad.
Adán permanecía inmóvil frente a mí; sin cambiar de expresión, me dijo:
—Tú ves la vida como un contraste entre la angustia y el placer, Jon. No es ésa la
interpretación correcta.
—Es una buena regla empírica me parece.
—Sólo el pensamiento y el no-pensamiento son la medida correcta de comparación.
—Una mirada a vuelo de pájaro, ¿no te parece? Eso nos pone en un mismo nivel con los proles.
—Exactamente.
—Mira, Adán —dije, con súbito enojo—, deja que te lleve a mi casa. Me gustaría sacarte de la
atmósfera del campamento. Mis hermanas podrían cuidarnos por unas cuantas horas. Conociendo a
Trabann, creo que es muy posible que los guardias del portón nos dejen pasar.
—No nos dejarán, porque soy un espécimen.
—Cuando Trabann no está seguro sobre lo que debe hacer, un poco de acción le viene de
perillas.
Hizo un gesto de indiferencia. Le tomé por el brazo y le conduje a través de los portones. Era
siempre una aventura arriesgada pasar junto a esos guardias croatas de caras pétreas, que
sostenían los rifles como si fueran remos, tan desdeñosos, tan corpulentos con sus toscos uniformes y
su botas. Mostramos nuestros palillos identificatorios; nos los quitaron y nos permitieron pasar por el
portón lateral, entre las alambradas, para salir al mundo libre.
—Disfrutan demostrando su poder —dijo Adán—.
Esta gente necesita expresar su infelicidad por medio del empleo de cosas feas, como revólveres
y uniformes poco sentadores, y la idea misma de este campamento.
—Nosotros también somos infelices, pero no necesitamos esa clase de cosas.
—No, Jon, yo no soy infeliz. Sólo me siento vacío y sin ganas de vivir.
Sus conversaciones estaban siempre plagadas de esa clase de frases definitivas.
Bajamos por la carretera a velocidad creciente, ya que el camino descendía abruptamente
entre precipicios. Allá abajo, en la hondonada, se erguían los techos de la ciudad y las cúpulas
ruinosas. Por mi parte, sólo deseaba llegar a casa pero, puesto que Adán se encontraba por primera
vez en un estado tan comunicativo, traté de aprovechar la ocasión para descubrir todo lo posible.
—Esa falta de ganas de vivir, Adán, corresponde a la depresión del período postoperatorio.
Cuando pase recobrarás tu ánimo.
—No lo creo. No tengo ánimo. Morgern Grabowicz lo extirpó. Sólo puedo razonar, y ver que la
vida no tiene más razón de ser que la muerte.
—Repudio ese concepto con todo mi corazón. Por el contrario, donde hay vida no existe la
muerte. Aun ahora, aunque me duelen todos los miembros por culpa de ese inmundo
procedimiento prole, disfruto cada bocanada de aire, y el efecto de la luz sobre esas casas, y el
sonido de la carretera bajo mis pies.
—Bueno, Jon, hay que perdonar tus simples respuestas vegetativas.
Sus palabras eran tan definitivas que cerré la boca.
La pequeña ciudad de Saint Praz está precisamente sobre el límite de las viñas, aunque ese
riacho brutal, el Quiviv, que corta en dos la ciudad, desciende allí impetuosamente para regar los
viñedos a apenas diez kilómetros de distancia. El puente sobre el Quiviv marca el borde de Saint
Praz; a continuación se yergue la cúpula verde de la iglesia de Saint Praz y la Romántica Agonía;
detrás de la iglesia está la calle en donde viven los miembros sobrevivientes de mi familia. Mientras
subíamos su cuesta pedregosa, vi a mi hermana Binca, asomada a la ventana superior; hablaba con
alguien que estaba abajo, en la calle. Entramos a la casa, y Binca corrió hacia mí con gritos de
alegría.
—¡Querido Jon, qué cara traes! —exclamó, después de repetidos abrazos—. ¡Otra vez te han
estado maltratando en ese campamento C! Te esconderemos aquí para que no tengas que volver.
—Y entonces vendrán, incendiarán la casa y os perseguirán, a ti, a la pobre Anr y a papá, y
tendréis que iros a las montañas.
—¡Bueno, nos iremos todos juntos a algún país lejano, donde podamos vivir felices, y
criaremos una vaca de verdad, y papá y tú podréis cultivar higos y pescar atunes en el mar!
—¡Y tú podrás comenzar a adelgazar, Binca!
—Bah, estás envidioso, porque yo soy una muchacha fornida y tú, en cambio, pareces un junco.
Cuando le presenté a Adán, se borró parte de su sonrisa. De todos modos, le dio la bienvenida;
nos estaba sirviendo té frío cuando mi padre entró. Papá estaba delgado, encorvado y marchito;
como siempre, olía agradablemente a tabaco cultivado en casa. Igual que mis hermanas, tenía la
expresión plácida de cierta clase de campesinos, aquellos que aceptan, con protestas pero sin
amargura, las vicisitudes de la vida. Es el don con que la vida les compensa por la falta de un alto
cociente intelectual.
—Hace mucho tiempo que no te vemos, hijo —comentó—. Pensé que volverías antes de que
terminara el invierno. Las cosas no han mejorado en Saint Praz, te lo aseguro. Como sabes, la
central de energía se estropeó en julio, y todavía no la han reparado; Gen me decía que no pueden
conseguir las piezas. En estas noches frías nos acostamos temprano, para ahorrar combustible. Y
últimamente no se consigue una vela ni por todo el oro del mundo.
—Tonterías papá. Anr nos trajo dos la semana pasada del mercado de Novok.
—Puede ser, hija mía, pero Novok queda muy lejos.
Cuando llegó mi hermana Anr, nuestra familia estuvo nuevamente completa... tan completa
como podrá estar jamás en la Tierra, ya que mi madre murió de fiebres hace unos doce años; mi
hermana mayor Mirtir, fue asesinada durante unos disturbios cuando yo era pequeño, y mis dos
hermanos varones bajaron al valle hace ya muchos años sin que se haya vuelto a saber de ellos. Hay
otra hermana, Saraj; pero al casarse discutió con papá por una cuestión de dote y desde entonces
no han vuelto a hablarse.
Adán se sentó entre nosotros, sorbiendo ocasionalmente su té con la vista perdida hacia
adelante, sin que pareciera prestar atención a nuestra charla. Después de un rato, mi padre trajo
una pequeña bota de cuero con licor de ciruelas y echó algunas gotas en nuestro café.
—Mala costumbre —dijo guiñándome un ojo—, pero tal vez reanime un poco a tu amigo, ¿eh, Jon?
Usted es poderoso, como yo imagino a los cerebrales, señor Adán; demasiado inteligente para reparar
en esta pobre gente como nosotros.
—No sienta curiosidad por mí señor Winther —dijo Adán—. Soy diferente a los otros hombres.
—¿Qué es eso? ¿Pedantería o confesión? —preguntó Anr.
Ella y Binca estallaron en carcajadas. Vi que fuera, a la luz del sol, una anciana volvía la cabeza
y sonreía al pasar. Me sonrojé al notar la hostilidad entre Adán y los míos; brotaba como si se
hubiese abierto una espita.
—Adán acaba de sufrir una serie de dolorosas operaciones —dije, tratando de disculpar a
ambas partes.
—¿Va a mostrarnos las heridas, señor Adán? —preguntó Anr, entre más risitas.
—En Saint Praz —observó mi padre— no hay tratamientos médicos de lujo para los clasificados
como proles.
Comprendí que sólo pretendía hacer un comentario general, dar una pequeña información
de entre las muchas que formaban su experiencia de la vida, pero los fragmentos cerebrales de
Adán no podían apreciar esos matices.
—Me he convertido en un hombre distinto —dijo, llanamente.
Todos se volvieron a mirarle, inexpresivos, sin comprender. Él no dio más explicaciones y ellos
tampoco las pidieron. Atrapado entre dos bandos, comprendí que, para Adán, no merecía la pena
explicarles nada; como casi todos los C, sentía por los proles un recíproco desagrado. A su vez,
ellos lo consideraban jactancioso. Y, aunque en Saint Praz había muchos fanfarrones, las buenas
costumbres indicaban que se debía fanfarronear con la sonrisa en los labios para evitar
resquemores y para no provocar las iras del demonio, en caso de que estuviera escuchando.
—La maldición de la raza humana ha sido su tendencia animal —dijo Adán. Tenía la mirada fija
en las vigas oscuras y el rostro contraído y frío; con todo, la nariz roja e hinchada lograba darle una
nota ridícula—. Hubo un momento, hace dos o tres siglos, en que pareció que el intelecto podía
predominar sobre el cuerpo; así, nuestra especie se habría convertido en algo útil. Pero la
procreación excesiva acabó con esas ilusiones.
—¿Usted es... de una especie mejor que todos nosotros? —preguntó papá.
—No. Soy sólo un fenómeno. No pertenezco a ningún sector.
La conversación habría muerto allí, pero yo dije, con rudeza:
—Vamos, Adán, aquí se te recibe con gusto. De lo contrario no te habría traído.
—Y, como de costumbre, debéis estar muertos de hambre pobrecitos —dijo Binca, poniéndose
de pie con un salto—. ¡Ya sé! Esta noche nos daremos una fiesta. Anr, corre a casa del viejo Herr
Sudkinzin y averigua qué ha quedado de la cerda que su hijo mató el lunes. Papá, si enciendes el
fuego, estos dos convictos podrán darse un baño esta noche. Jon huele como un cerdo viejo
recién salido de la pocilga!
—Gracias, Binca —dije riendo—; pero si es así, me someteré a una cura casera.
Mi padre, con un gesto que estaba entre la reverencia y el desagrado, apartó la estufa
eléctrica (resultaba inútil desde que la central de energía no funcionaba), y dejó libre el hogar;
en seguida inició los preparativos para encender la antigua estufa de hierro. Mis hermanas
empezaron a trajinar a nuestro alrededor; Anr sacó leña menuda de la reserva que había bajo el
alero. Yo me levanté. Allí me amaban, pero no era mi verdadero sitio. Mi verdadero sitio estaba
allá arriba, en el campamento; lo pensé con una sinceridad no exenta de autocompasión; allá
estaba mi verdadero cuarto, ruinoso, por cierto, pero lleno de mis libros, también ruinosos, pero
duplicados precisamente allá, en la imprenta del campamento.
¡Por los clavos de Cristo! Aquél era el sitio escogido por los de mi clase, un siglo antes. Con
frecuencia, la gente común se había alzado contra los ricos; pero los ricos, una vez desprovistos de
su dinero, resultaban imposibles de identificar; por lo tanto, la marea del odio se había vuelto
contra los inteligentes. Siempre es posible reconocer a un intelectual, aunque se le tenga a los
pies, desnudo y golpeado, con los anteojos hechos añicos en el barro; basta con hacerle hablar.
Por eso los intelectuales habían elegido vivir en campamentos, detrás de una alambrada, por
su propia seguridad. Ahora, las cosas estaban mejor, porque nosotros éramos menos y ellos, en
cambio, se habían multiplicado infinitamente; pero la situación había vuelto a cambiar: el retiro
ya no era voluntario, ya no teníamos puesto alguno en el mundo. Habíamos perdido nuestra
jerarquía hasta en los campamentos. Por toda Europa nuestros monasterios cerebrales eran
gobernados mediante la pistola y el látigo; y la flagelación de la nueva orden de monjes nunca era
voluntaria.
—Vienen visitas a verte, hijo —observó papá, espiando por los diminutos cristales de la
ventana.
Enderezó la espalda y se cepilló el abrigo, sonriendo y haciendo ademanes para sí.
Desde esos momentos, no quedó tiempo para pensar. Anr, al atravesar la ciudad para ver
al carnicero había anunciado a sus amigos que yo estaba en casa, y que había llevado a un hombre
extraño. Uno a uno, esos amigos se dieron una vuelta para verme y para beber a mi salud parte de
la pequeña reserva de vino de mi padre, dirigieron miradas curiosas a Adán y quisieron saber qué
pasaba en el campamento, si era cierto que estábamos por inventar un rayo especial para proteger
de la helada los cultivos más tiernos de la primavera, etc.
Cuando me cansé de hablar con ellos (y eso ocurrió muy pronto) charlaron amigablemente
entre sí, bebiendo y comentando los chismes de Saint Praz. Anr volvió con el carnicero y el hijo de
éste, que traía medio cerdo, y desapareció en la cocina para ayudar a mis hermanas con la cena.
El hijo se hizo sitio junto a nuestra estufa y se apuntó al vino con gusto. Un rato después, mis
hermanas, con las mejillas arrebatadas, volvieron a la habitación, ya llena de humo y de rumores,
trayendo con ellas un gran guiso humeante; los visitantes lo devoraron entre risas y salpicaduras.
Lo comimos con trozos de pan y terminamos la cena con café negro. Más tarde, los visitantes
quisieron quedarse a ver cómo nos bañábamos Adán y yo. Sin embargo, Anr y mi padre consiguieron
que se fueran, entre chistes obscenos y bramidos de risa. Seguimos oyendo sus cantos y sus
carcajadas mientras se marchaban calle abajo.
—Deberías venir con más frecuencia, muchacho —dijo mi padre, secándose la frente
mientras cerraba el pestillo tras el último invitado.
—Lo haría, padre, si no fuera porque tus vecinos te caen encima y te comen vivo cada vez que
aparezco por aquí.
—Hablas como un maldito cerebral —dijo—. ¡Siempre pensando en el mañana! Sin ánimo de
ofenderte, hijo, el mundo sería muy aburrido si vosotros gobernaseis... La vida ya es bastante mala
tal como está. Eh, ojalá tu madre estuviera viva esta noche, Jon. El buen vino me hace sentir otra vez
joven.
Dio unos pasos tambaleándose por el cuarto, mientras mis hermanas traían la gran bañera
en donde la familia tomaba sus raros baños desde el día en que un temblor de tierra rompió el
depósito de la montaña, hacía ya muchos años; de los grifos de la casa ya no manaba otra cosa
que herrumbre.
—¿Dónde está Adán, tu frágil amigo? —preguntó Anr.
Por primera vez, advertí que Adán no estaba allí. Tras una presencia tan reservada, su ausencia
no había dejado vacío alguno. A pesar del cansancio, subí a toda prisa las escaleras, llamándolo, y
salí al patio trasero para llamarlo desde allí. Adán no apareció.
—Eh, déjalo..., debe haber salido con los demás —dijo papá—. Deja que salga. No lo echaremos
mucho en falta.
—No puede andar solo por ahí —dije—. Debo salir a buscarle.
—Iré contigo —dijo Binca.
Se echó encima un viejo abrigo de piel que había pertenecido a mi madre. Anr nos advirtió,
irónica, que perdíamos el tiempo, pero Binca, consciente de mi preocupación, me tomó del brazo
y salió conmigo.
—¿Por qué das tanta importancia a ese hombre? ¿No puede cuidarse solo, como cualquier otro
muchacho? —preguntó.
Traté de responder, pero el cambio de temperatura me había quitado momentáneamente
el aliento. Arriba, las estrellas parecían congeladas; Júpiter apareció sobre la cima, a nuestras
espaldas; bajo los pies, el empedrado brillaba y resonaba. El frío iba tomando cuerpo en mi pecho;
tosí, tratando de desalojarlo.
Por último, pude decir:
—Es importante. Sufrió una operación en el cerebro. Podría ser el primero de una raza de
cerebros puros, capaces de derrocar el régimen, o de una especie sin ideas propias que les
proporcionara esclavos. Naturalmente, tanto el régimen como los C tienen interés en saber qué
clase de hombre es.
—¿Y cómo le dejaron salir, si es tan importante?
—Ya sabes cómo son, Binca; están observando. Quieren saber cómo se comporta al estar en
libertad. También yo quiero saberlo.
El rumor del río, precipitándose por su empinado lecho, nos acompañó calle abajo. Me
pareció oír también algunas voces, aunque la calle estaba desierta. Al rodear la mole de la iglesia,
las voces nos llegaron claramente y pudimos ver una pequeña multitud reunida sobre el puente.
Diez o doce personas se apiñaban allí; casi todas habían estado un rato antes en casa de mi
padre. Dos de ellas llevaban linternas, y una sostenía en alto una espléndida antorcha de brea.
La escena quedaba iluminada principalmente por ese hachón humeante, de llama temblorosa.
Fue tan inesperada la aparición del grupo allí reunido que Binca y yo nos detuvimos por instinto
en el medio de la carretera.
—¡Buen Dios! —exclamó mi hermana.
En seguida pude ver el motivo de su exclamación. La multitud se volvía a mirarnos (¿era sólo
imaginación, o un extraño sentido visceral me advertía ya de su hostilidad?); entre todos, sólo
una persona permanecía indiferente a nuestra llegada. Estaba apartada de los demás. Con la
espalda vuelta a medias hacia donde estábamos y los brazos extendidos hasta la altura de los
hombros para mantener el equilibrio, trataba de caminar sobre el angosto parapeto que
bordeaba el costado norte del puente.
El hecho de que alguien fuera capaz de encarar proeza tan estúpida me inspiró tanta
alarma que, por un momento, no reconocí en él a Adán X, a pesar de la C amarilla pintada en su
espalda. El puente sobre el Quiviv fue construido hace muchos siglos, y no ha sido reparado
debidamente desde los días de la Monarquía Dual, más de doscientos años atrás. Las paredes que
cierran ambos lados hasta la altura del pecho están melladas y desmoronadas por la acción de los
elementos y de los pilludos, quienes durante varias generaciones han utilizado ese puente
como campo de juegos. Pero sólo un golfillo muy audaz, descalzo y en una linda mañana, podría
trepar a la pared sin preocuparse por el vacío y por las rocas que esperaban allá abajo. Y Adán,
propenso al vértigo caminaba en ese momento por el borde, a la dudosa luz de una antorcha.
Corrí hacia él gritando:
—¿Quién le ha inducido a hacer eso? Bajadle en seguida. ¡Este hombre está enfermo!
Alguien me plantó una mano vigorosa en medio del pecho. Me encontré cara a cara con Yari
Sudkinzin, el hijo del carnicero. Un rato antes le había estado observando: sentado frente a
nuestra estufa, se las ingeniaba para conseguir más vino del que le correspondía.
—¡No te metas en esto, C! —dijo—. Tu compañero nos está haciendo una demostración.
—Si eres tú el que lo ha hecho subir, hazle bajar en seguida. Se puede matar en cualquier
momento.
—Ha sido él quien ha insistido, ¿me entiendes? Quería mostrarnos que era capaz como
nosotros. Si sabes lo que te conviene, quédate donde estás.
Mientras hablaba, las mujeres que estaban junto a él se arracimaron a nuestro alrededor,
diciendo severamente:
—Le dijimos que estaba loco, pero quería y quería, quería subirse allí.
Abriéndome paso entre ellas, me acerqué a Adán con toda cautela, para no sobresaltarlo. A
la altura de mi pecho, sus zapatos rotos se arrastraban sobre la piedra carcomida. Avanzaba muy
despacio, a pequeños pasos. Llegaría congelado al otro extremo, en caso de que lograra llegar. Ya se
estaba aproximando al primero de los pequeños miradores que colgaban sobre el río, con bancos
empotrados para uso de los caminantes. Los giros que debería tomar harían aún más peligrosa su
empresa. Allá abajo, el Quiviv rugía y chapoteaba sin cesar.
—Baja, Adán —dije—. Soy Jon Winther. Deja que te ayude a bajar.
Su única respuesta arrojó bastante luz sobre los motivos que lo habían inducido a subir.
—Les mostraré lo que puede hacer un superhombre.
—Adán, a estas horas deberíamos estar junto al fuego, metidos en una cama caliente. Dame
la mano.
Por toda respuesta, me dio un puntapié.
Su zapato me golpeó ligeramente en la mejilla. Pero él perdió pie y cayó en el mismo
instante. Le agarré por el pie, por los pantalones, grité a todo pulmón, sentí que el parapeto se
hundía en mi cuerpo y que me despellejaba los codos contra él, en el momento en que Adán
desaparecía por encima de la pared, colgando de mis manos con todo su peso.
¡Y él, en cambio, no abrió la boca!
Por un momento horrendo pensé que también yo caería, arrastrado por su peso. El bramido del
Quiviv, entre las rocas me llegó más potente. Sin pensar, le dejé ir..., tal vez por el miedo, tal vez
por el dolor en los brazos o por el frío, o tal vez por causas más profundas y destructivas, que
afloraron durante un segundo. Le dejé ir, y se habría precipitado hacia la muerte si dos de los
hombres del grupo no hubiesen logrado asirlo en el preciso momento en que yo le dejaba caer.
Entre jadeos y maldiciones, le izaron por la pared y le dejaron caer sobre el banco, como si
fuera un saco de patatas. Le sangraba la nariz; por lo demás, parecía no haber sufrido daño
alguno. Pero no dijo palabra.
—¿Ves lo que has hecho? —me dijo Yari Sudkinzin—. ¡Casi se convierte en hombre muerto!
—Yo podría extraer una moraleja mucho menos cómoda para ti —le respondí—. ¿Por qué no os
retiráis, todos vosotros?
Finalmente se marcharon; Binca y yo regresamos con los dos salvadores de Adán que le
sostenían mientras íbamos por la calle. Dada la velocidad con que viajan las noticias en nuestras
ciudades, muchas personas encendían las luces a nuestro paso y espiaban desde sus puertas y
ventanas para saber qué ocurría. A lo largo del camino oí que la milicia interrogaba (era de
esperar) al hijo del carnicero. Urgidos por eso, nos apresuramos tanto como fue posible.
Papá y Anr nos recibieron con grandes aspavientos. Yo me tendí junto al fuego para calentarme
mientras Binca se encargaba de dar detalles sobre lo ocurrido. Al cabo de un rato, Adán, quien
se había lavado la cara en un cubo, fuera de la casa, vino a tenderse a mi lado en los colchones de
juncos tendidos frente a la estufa.
—En el campamento hay menos irracionalidad —dijo—. Volvamos allí. Al menos, sabemos que nos
pegan porque nos odian.
—Quiero que me digas, Adán, pues Grabowicz me lo preguntará, por qué cometiste esa tontería
en el puente. Aceptar un desafío como éste es cosa de niños, pero demostrar semejante falta de
temor es inhumano. ¿Qué eres, cómo te ves a ti mismo?
Emitió un ruido que intentaba ser una carcajada, y dijo:
—Nadie puede comprenderme. Tampoco yo podré, mientras no tenga otros semejantes.
Entonces le manifesté:
—Yo no puedo seguir trabajando en esas operaciones de cerebro.
—Grabowicz sí. Grabowicz lo hará. Es demasiado tarde para andarse con remilgos, Jon, hay
una fuerza nueva en el mundo.
Después de la escena del puente, me sentía inclinado a darle la razón. Pero esa nueva
fuerza, ¿era para bien o para mal? ¿Como sobrevendría el cambio? ¿En qué consistiría? Al cerrar los
ojos pude ver claramente la clase de mundo que Grabowicz y yo, con la involuntaria cooperación
de los líderes proles, habíamos quizá creado. Dado un número suficiente de hombres y mujeres
como Adán, con el cerebro visceral extirpado, engendrarían hijos libres de la influencia de las
emociones humanas, cuyas razones resultarían inescrutables para el resto de la humanidad. Al
principio, los gobernantes de nuestro mundo los considerarían muy útiles, y se les haría lugar.
Pero de simples instrumentos de poder, se transformarían en el poder mismo. Tal proceso se ha
dado muchas veces en el curso de la historia.
Me volví para mirar a Adán. Parecía estar dormido. Tal vez soñaba alguno de sus sueños
estériles, sin incidentes, ni cuerpos, ni desórdenes. Desesperado, traté de cerrar mi mente a
todo eso. Mientras descansaba con los ojos cerrados, mi anciano padre, creyéndome dormido,
se detuvo a besarme en la frente antes de acomodarse para dormir en el banco de junto al hogar.
—Mañana debo regresar al campamento, papá —murmuré.
Pero durante la mañana (esta misma mañana) mi padre y mis hermanas insistieron en que
me quedara hasta la tarde, para compartir con ellos el frugal almuerzo antes de partir.
Ahora estoy sentado en el cuarto del piso superior, donde duermen Anr y Binca; trato de escribir
este relato con las primeras luces del sol, que lucha por elevarse sobre las montañas. Presiento
algo espantoso, presiento que estamos ante uno de los puntos cruciales de la historia mundial.
Tal vez los hombres del futuro encuentren de utilidad esta crónica secreta.
Adán está sentado abajo, en silencio. Es extraño que sólo un hombre débil...
¡La milicia está abajo! Han entrado por la fuerza, y oigo que nos llaman a mí y a Adán. Por
supuesto, se han enterado de lo ocurrido anoche. Mi querida Binca estará allí, enfrentándose con
los brazos rollizos cruzados sobre el pecho, para darme tiempo a escapar. Pero debo regresar
con ellos al campamento. Tal vez, si matara a Grabowicz...
Esconderé este manuscrito bajo la tabla suelta del piso, en el hueco que llamábamos «el
armario de Binca» cuando éramos niños, hace ya tanto tiempo. Allí no lo encontrarán jamás; sólo
podrán apoderarse de él pasando por sobre su cadáver.
(1964)
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