Nota De; BRIAN W. ALDISS, Nota Enviado por: admin
Volaron a Frankfurt en el avión de julio. Los funcionarios en traje de faena verde oliva llenaban el aeropuerto, mucho..
[align=center:70b2f53459][font=Comic Sans MS:70b2f53459] [size=18:70b2f53459][color=red:70b2f53459] BRIAN W. ALDISS [/font:70b2f53459] [/size:70b2f53459] [/color:70b2f53459][/align:70b2f53459] [align=center:70b2f53459][font=Courier New:70b2f53459][color=brown:70b2f53459][size=18:70b2f53459]Una puerta se cierra en el cuarto mundo[/size:70b2f53459][/color:70b2f53459] [/font:70b2f53459][/align:70b2f53459] [font=Webdings:70b2f53459] [size=14:70b2f53459] [color=darkmagenta:70b2f53459] Volaron a Frankfurt en el avión de julio. Los funcionarios en traje de faena verde oliva llenaban el aeropuerto, mucho más numerosos que los visitantes. Los funcionarios eran alemanes y chinos y parecían absolutamente desinteresados por los tres visitantes, por sus equipajes, sus pasaportes o sus certificados antiántrax. Permanecieron casi inmóviles mientras los visitantes procedían a los trámites. El mundo al que llegaban quedaba tras la cristalera aislante, que protegía del calor. —No hay aire acondicionado, se lo advierto —dijo Hemingway con aire triunfal a sus dos compañeros—. ¡Va a resultar duro! Las hectáreas de aparcamiento estaban desiertas. Los signos amarillos que marcaban las direcciones, pintados en el asfalto en letras octogonales, eran ideogramas de una cultura extinguida. —... «Toda la pompa del ayer es una con Nínive y Ur» —citó Mirbar Azurianan con fruición. Habían hecho el largo viaje desde Detroit para ver aquella desolación. Había algunas reconstrucciones en marcha, pero no vio moverse ningún obrero entre los andamios. Mirbar Azurianan era un hombre alto, grande y fornido, con una barba al estilo de sus antepasados armenios y que, recién cumplidos los treinta, empezaba ya a engordar. Bajo su camisa holgada, el vientre le bailaba imitando los movimientos de la mochila que llevaba colgada del hombro. Llevaba un gran sombrero de cuero, considerado conveniente para un viaje por el Cuarto Mundo. Bajo el ala del sombrero, su rostro joven y recio estaba pálido. Sus ojos azules recorrieron con gesto nervioso la extensión europea. La corpulencia de Azurianan y su presencia le señalaban como el personaje más importante del grupito de tres personas. Jeremy Hemingway y su silenciosa esposa, Peggy, caminaban detrás de él como meros apéndices. La pareja miraba al armenio más a menudo que éste a ellos. Llegaron a un mostrador sobre el cual se leía INFORMACIÓN. Un empleado chino les indicó que se dirigieran a una cola de taxis. Obedientemente, atravesaron el asfalto caliente hasta el lugar donde esperaba una pequeña cola de gente, sin dejar de emitir el parloteo de cotorra común a los turistas que visitan partes del mundo menos favorecidas. Unos desvencijados BMW con bombonas de gasógeno sujetas al techo se detuvieron ante la cola y fueron llevándose a los pasajeros. Azuriaran y los Hemingway subieron a un vehículo conducido por un alemán. El hombre introdujo los equipajes en el maletero. En el salpicadero, junto al volante, tenía una fotografía con una nota que aseguraba su moralidad intachable en los cuatro idiomas internacionales. Pronto se encontraron circulando por un complejo de carreteras secundarias y principales que apenas habían sido reparadas desde el día en que había muerto el siglo xx, durante la década de los ochenta. El sistema de autobahns ya no tenía más sentido que el de astrobahns en el cielo, donde los zipis circulaban por la zona de energía en torno de la tierra. —Bueno, aquí tenemos lo que nos prometía el viaje: color local. Desde luego, es un sitio lleno de color local —dijo Hemingway, contemplando el paisaje arrasado. Estaba en pleno intento de mostrarse expansivo, y se daba palmadas en la rodilla mientras hablaba. Su esposa no dijo nada. Permaneció sentada, lacia, bajo su pálido sombrero de tela, bajo su pálido vestido de lino, con la mirada en el vacío. —Wie viele kilometer nach Wurzburg?—preguntó Azurianan al conductor. —Nurein hunden. —¿Qué has dicho? —le preguntó Hemingway al psicoanalista. ¿Siempre has de ponerte en evidencia delante de él, incluso en el menor detalle? ¿No podrías haber adivinado que hundert es cien, o haberte mordido la lengua ? Hasta la menor observación que sale de tus labios pone en evidencia el tipo de individuo que eres. Hemingway pasó la mayor parte del largo viaje hojeando la guía de viajes y anunciando todas las visitas que podrían hacer en Wurzburg. Las dos que más le interesaban —como ya les había informado durante el vuelo— eran la catedral de Colonia y la estación del ferrocarril de Milán. —Los chinos están haciendo un estupendo trabajo de rehabilitación de Europa. Andan escasos de material, escasos de energía, escasos de prácticamente todo y, ¿cómo lo consiguen? Bueno, como siempre lo han hecho en el pasado: mediante el trabajo en equipo. El trabajo en equipo, sí, señor. Son un gran país, un gran país, y sé reconocerlo. Un gran país, no hay duda de ello, ¿verdad, Mirbar? —Son un gran país —asintió Azurianan. No del todo satisfecho con el escaso entusiasmo de su respuesta, Hemingway se volvió a su esposa. —Son un gran país, ¿no te parece, Peggy? La manera en que penetraron en el Cuarto Mundo cuando todos los demás estaban asustados por el ántrax, ¿que me dices? —Hum... —¿Todavía te duele la cabeza? —Hemingway entrecerró los ojos para verla mejor. —Se me va pasando —ella apartó sus ojos oscuros de largas pestañas y se volvió hacia la ventanilla. —Me alegro. Ahora estamos realmente de vacaciones, ¡realmente de vacaciones! Sí, señor; ahora, nada de ponerse enferma —Hemingway se echó a reír y sacudió la cabeza y los hombros—. Ahora hay que disfrutar al máximo. Ella no se rió, aunque en torno de sus labios se conjuró la sombra de una sonrisa. Azurianan la miró con una sonrisa comprensiva. —Te conseguiremos una copa y una de tus píldoras cuando lleguemos al hotel, Peggy, no te preocupes. —Se me pasará, gracias. Pero no me atosiguéis. Tu nunca me poseerás como posees a Hem. Sé que en el fondo de todo esto está tu deseo de poseerme por entero... no, no por mí, sino sólo para destruir más completamente a Hem. Sé que no puedo librarme de ti y que tus deseos rigen tu mundo como las líneas de latitud. Pero mi miedo es, por lo menos, igual a tus obsesiones, gracias a Dios. Azurianan se inclinó hacia adelante y la sujetó por su esbelta cintura mientras decía: —Claro que te pasará. Yo me ocuparé de eso. Y no dejes que Jeremy te deprima. Sólo está excitado, y eso es absolutamente correcto y apropiado. El Cuarto Mundo es una gran cosa. A Peggy le latía una venilla bajo la ceja. A la entrada de Wurzburg había una serie de barreras dispuestas en la carretera. El BMW avanzó tras viejos camiones cargados de heno. Delante se apreciaba una gran humareda que teñía el sol de un tono plomizo. En varios puestos de guardia les hicieron aguardar mientras inspeccionaban sus papeles. Era más difícil entrar en Wurzburg que en Europa. Cada soldado alemán iba acompañado de un chino: los alemanes parecían inexpertos y torpes; los chinos, correctos e imperturbables. Delante de ellos distinguieron el Are de Triomphe, aún inacabado. —Aquí estamos —dijo Hemingway, leyendo una larga nota escrita en los cuatro idiomas internacionales, chino, árabe, alemán e inglés—. «Bienvenidos al Primer Centro Turístico del Cuarto Mundo. Bienvenidos a Wurzburg, el Hogar del Ecuador de la Salchicha Blanca.» ¿Qué os parece que puede significar eso, eh? Un joven chino sonriente introdujo la cabeza por la ventana abierta del automóvil y dijo: —Se alojarán ustedes en el hotel de los Pueblos del Cuarto Mundo, cerca de la Residenz. Esperamos que pasen unas felices vacaciones. El chino entregó una cédula al conductor. Hemingway empezó a buscar el hotel en la guía y leyó a los otros una lista de símbolos. —No se admiten animales. Teléfono. Bar. Estanque de peces. ¡Estanque de peces! Piscina. Solario. No autorizado el nudismo. He oído que en China y en el Cuarto Mundo son bastante puritanos, supongo que permitirán un poco de sexo en los dormitorios. —Se echó a reír y abrazó a su esposa—. ¡De vacaciones, eh, Peggy! Supongo que permitirán un poco de sexo en los dormitorios. —¿Qué dice tu guía al respecto? No autorizado el nudismo significaba que Peggy podría ahorrarse la visión de Mirbar Azurianan desnudo, tumbado lujuriosamente con su cuerpo suave y moreno de vientre prominente y su pene moreno colgando y sus plantas de los pies amarillentas. Azurianan era un hombre que se desnudaba siempre que lo permitían las condiciones; una de las máximas fundamentales de su vida era que nadie podía molestarse por nada que él hiciera. Si se molestaban, era el momento de hacer un buen examen de sus propias fobias. El hotel de los Pueblos del Cuarto Mundo era un edificio de dos pisos, práctico y carente de gusto, construido frente a la Residenz en lo que en otro tiempo había sido un parque de coches de caballos. Dos camiones del ejército chino estaban aparcados allí. No se veía a nadie. Dentro del edificio, los pasillos aparecían igualmente desiertos. Parecía que nadie más había sido delegado para visitar el hotel en aquel momento. Las carpas daban vueltas ociosas en un estanque de cemento instalado en el suelo peligrosamente cerca del mostrador de recepción. Una empleada de cabello corto acudió a inscribirles. La mujer tomaba nota mirándoles a la boca en lugar de a los ojos al hablar. La boca de la empleada estaba aplastada contra su rostro, como distorsionada por las presiones sociales. Después del caótico ir y venir y de los papeles pintados a cuadros de los hoteles de Detroit, el hotel de Wurzburg era como una calabaza seca, con las paredes mal pintadas, las moquetas muy delgadas y las vistas desagradables. No había plantas de interior. Como si hubiera leído sus pensamientos, la mujer de la boca aplastada dijo, mientras abría las puertas de las habitaciones: —Esperamos que estén contentos aquí y nos disculpamos si las condiciones en el Cuarto Mundo no son las mismas a que están acostumbrados en su país. —Nos arreglaremos —le respondió Peggy con una sonrisa. La mueca de amabilidad que recibió en respuesta fue mecánica y rutinaria. Hemingway entró inmediatamente y comprobó el lavabo y la ducha para ver si corría el agua. Su esposa se quedó en medio de la estancia, se quitó el sombrero y dejó que su abundante melena oscura se desparramara. Él se topó con ella cuando salía del baño, riéndose. —Echa un vistazo a las cañerías... ¡Desde luego, el sitio tiene carácter! —Yo estaba pensando en el poco carácter que... —Sé a qué te refieres. Mientras él probaba la cama, ella se acercó a la ventana, la abrió y salió al pequeño balcón. A sus pies había una zona pavimentada, encerrada entre tres alas del hotel y, en medio de la zona pavimentada, vio una piscina. Junto a ella, tendidos como muertos, había tres mujeres y un hombre. El agua estaba prácticamente inmóvil. A lo largo de la piscina se reflejaba un cable cruzado sobre ella, que le daba el aspecto de un gran paquete misterioso, traidoramente envuelto en una plancha de color gangrenoso. Un hombre rodeó la piscina por el lado más alejado con paso rápido, sin prestar atención a las formas yacentes, y penetró en el hotel. Mientras lo hacía levantó la vista hacia Peggy Hemingway con una experta mirada valorativa, repasándola desde las cejas hasta los tobillos. El hombre era moreno y de facciones angulosas. Llevaba un traje liviano y tan libre de arrugas como la superficie de la piscina. Algo en su manera de andar le diferenciaba de todo el resto de ocupantes del hotel. Peggy sintió una inmediata curiosidad por él. Es otro intruso. No pertenece a este sitio... Ninguno de nosotros pertenece a él, para ser franca, pero al menos me doy cuenta de eso. No pertenezco a ninguna parte, ni siquiera dentro de mí misma. Tal vez será más fácil para mí aquí, en el Cuarto Mundo, que en ninguna otra parte: el desastre se ha producido y es inútil fingir lo contrario... Si al menos no estuviera Hem, convirtiendo en una obscenidad ese probar la cama... Fingiendo que la prueba... fingiendo que disfruta probándola... ¿Por qué este constante fingir? ¿De quién fue la culpa al principio, suya o mía? —Ve a ver qué hace Mirbar, Hem —dijo Peggy—. Yo vigilaré que los nativos no nos roben el equipaje. Las dos frases tenían por objeto provocar en Hem la necesaria respuesta. Mientras él se alejaba marcando el paso por el ocre pasillo y silbando una marcha militar, ella se deslizó escaleras abajo como un fantasma. El vestíbulo de recepción estaba vacío. Al contemplarlo de nuevo mientras descendía los últimos peldaños, apreció su fealdad. Un electricista estaba arrodillado en un rincón junto al mostrador, tratando de apalancar las losas de mármol con un destornillador. El hombre que había visto en la piscina estaba ahora contemplando una pequeña exposición junto a un bar. Éste estaba cerrado. El hombre contemplaba los cuadros de la pared con los brazos cruzados, en actitud valorativa. Peggy tuvo la impresión de alguien preparado para alzar el vuelo. Resultaba llamativamente pulcro y frío. Dispuesta a que no desapareciera, se acercó directamente a él y le dijo lo primero que le vino a la cabeza: —¿Es usted el gerente? El hombre se volvió a observarla. Peggy notó que la reconocía. La chica del balcón. Su error había sido confundir su paso rápido con el de un hombre extrovertido. Aquel desconocido estaba profundamente apesadumbrado; las delgadas facciones de su rostro estaban tan llenas de melancolía que Peggy perdió de pronto su sonrisa. —No soy el gerente, no. Tal vez me ha tomado por uno de los responsables de esto. Hablaba en inglés con un leve acento, mientras señalaba con un gesto la exposición de la pared. Ella no le entendió. Su mirada despreocupada se fijó en lo que él señalaba. La exposición, montada cerca del bar para que nadie dejara de verla, se titulaba ATROCIDADES ISLÁMICAS. A base de fotografías y de vastas ampliaciones de noticias de prensa, la exposición mostraba algunos detalles del golpe islámico contra Israel y Europa, el presente Cuarto Mundo. Muchas de las instantáneas de ciudades muertas —Roma, Bonn, Estrasburgo, Amsterdam— le resultaron familiares, igual que las imágenes de animales muertos. La pieza principal de la exhibición era el cadáver momificado de un niño de ocho años. Fue en él donde Peggy clavó su mirada. El niño estaba envuelto en cristal. Todavía llevaba unos jirones de tela y tenía los dedos de los pies curvados hacia arriba en un gesto agónico que la muerte había congelado así, en lugar de relajarlos. Oh, Raquel, Raquel, fue tan de repente. Jamás me perdonaré lo de Patricia, jamás, jamás, lo juro... ni se lo perdonaré a Hem tampoco, ese cerdo... Fue tan de repente como se produjo el ataque... Habían aprendido de nosotros, de los israelíes. Primero bombas, luego productos químicos, luego ataques aleatorios con ántrax...¿Cuándo vamos a romper este círculo interminable de represalias y devoluciones de golpes... ? Sólo cuando el hombre se volvió como si hubiera sido rechazado, recordó Peggy que había alguna sombra del presente en la que aún sentía necesidad de contacto humano. —No he entendido lo que quería decir. —Es mi poco dominio del inglés. Lo lamento. —El hombre volcó sobre ella toda la fuerza melancólica de su atención—. Sé que no debemos esperar justicia, pero me entristece ese rótulo donde se lee «Atrocidades islámicas» No fue todo el mundo islámico el que llevó la destrucción al Cuarto Mundo. —Al ver que ella seguía mirándole desconcertada, añadió—: Perdóneme, señora, hablo sin medida porque estoy preocupado desde que llegué aquí. Soy saudí, de Arabia Saudí, ¿sabe usted? Nuestro reino siempre estuvo en contra de la gran jihad contra Europa. —Ha sido la impresión de ese niño muerto... —Aunque no soy el gerente, podemos utilizar su despacho si le apetece a usted sentarse y charlar. Venga, por favor. Peggy caminó a su lado, tratando de afrontar las sombras del pasado y las del presente. El hombre despedía un leve aroma a agua de colonia. Ella no había conocido nunca a un árabe. ¿Debía revelar que había nacido israelí y que sólo era norteamericana por matrimonio? ¿Por qué estaba caminando dócilmente al lado de aquel hombre, siguiéndole como había seguido durante años a Jeremy Hemingway? Patricia, te juro que te quería... que te quiero todavía. Es sólo que no podía soportar tanta penalidad. Lo llevo siempre conmigo... Y Hem también, supongo... Ya en el despacho, vacío de gente y casi desprovisto de mobiliario, Peggy tomó asiento. El saudí le trajo un vaso y le sirvió un poco de vino tinto tibio. Se sirvió un vaso similar y lo levantó sin llegar a probarlo. —A su salud —brindó ella automáticamente. El hombre dijo llamarse Fahd al-Moghrabi. Estaba allí para una obra de reconstrucción, como consejero de los chinos. Viajaba por todo el Cuarto Mundo, de conferencia en conferencia. Su profesión, añadió con una sonrisa, era en realidad la comunicación. Ojalá alguien inventara un medio de auténtica comunicación entre seres humanos... Desde que te fallé, hija mía, estoy sin palabras, ¿Qué podría decirle a ese hombre, qué podría hacer, salvo entregarme a él? Con una mirada escrutadora hacia ella, al-Moghrabi dijo: —Arabia Saudí presta consejo a los chinos de forma continuada y les proporciona ayuda financiera. Mediamos entre ellos y el resto del mundo árabe. Tal vez habrá observado que el nuevo aeropuerto de Frankfurt, aunque en el aspecto material parece una construcción tradicional, el comunismo chino está orientado hacia La Meca y tiene un entorno religioso para comodidad de los peregrinos. —Acabamos de llegar. —¿Está con algún grupo? —Sí. —Pero, dejando eso aparte, ¿está sola? —...Sí. —Es una lástima que una mujer tan hermosa esté sola. —Los ojos tristes y sensuales la miraron con una mezcla de comprensión y de astucia a partes iguales—. ¿Me hará el honor de cenar conmigo esta noche? No me refiero aquí, en el hotel. La llevaré a algún sitio soportable. —Me encantará. Mi nombre. Ni siquiera conoce mi nombre. Me llamo Peggy Schmidt. —¿Schmidt..? Pero es usted norteamericana, ¿verdad? —Sí. Podría haber un momento para la confesión esta noche, amigo, si sabes jugar tus cartas. Me bastaría con un buen grito. Y con un buen polvo. Afortunadamente, no bebe... Es un signo prometedor; sí, realmente lo es. Pasaron la tarde recorriendo los lugares de interés turístico. Sobre la ciudad había un humo denso. Los chinos alimentaban la creencia de que el humo protegía de los efectos adversos... aunque nunca se concretaba de qué efectos adversos, exactamente. Les mostraron algunos de los lugares viejos y algunos de los nuevos. La Residenz había escapado de la destrucción y era un gran centro de atracción. Allí, varias decenas de turistas subían la gran escalinata de Neumann y contemplaban las paredes y los techos encalados. El nuevo gobierno había cubierto los murales de Tiépolo, cuya frivolidad no estaba acorde con los tiempos. Las opresivas austeridades de Pekin y del Corán se conjugaban en el lugar donde una vez Beatriz había sido conducida juguetonamente por los dioses junto a Barbarroja. Las delicadezas del Sacro Imperio habían sido eliminadas por un ejército de burdos brochazos. Jeremy Hemingway leyó los detalles en la guía. Soltó una risotada. —Bueno, la historia siempre se ha reducido a esto. Se consolaron comprando unos helados de mango en un tenderete junto a la capilla, a pagar en divisa fuerte. Los hombres compraron alegres sombreros de papel donde se leía YO AMO EL CUARTO MUNDO. Peggy se negó a ponerse uno y conservó su pálido sombrero de tela mientras los hombres saltaban y hacían cabriolas burlonas delante de ella. La gran iglesia barroca de Melk había sido reconstruida en un lugar sobre el río. La visitaron, así como el intento bastante tímido de reproducir las cuevas de Lascaux, también destruidas en los primeros ataques nucleares; la réplica se había improvisado en una serie de antiguas bodegas. Bastante mejor —tres estrellas en la guía— era el Schónbrunn de von Erlach, auténtico hasta el último detalle en el exterior, un armazón por dentro. Agotados pero con la moral elevada, los tres tomaron asiento en el vehículo que les llevó de vuelta al hotel. —Fíjate en los chinos, van a tener uno de los mejores centros turísticos del mundo cuando lo hayan terminado —comentó Azurianan—. —¿Qué dices tú, Peggy? —Es un auténtico privilegio estar entre los primeros que ven lo que están preparando —dijo Hemingway. Había estado tomando hologramas toda la tarde y su rostro resplandecía bajo el sombrero de papel blanco—. Desde luego, saben gastar el dinero, lo reconozco. —Los saudíes han hecho grandes inversiones en el programa de reconstrucción —comentó Peggy—. El Islam es mucho más rico que China. —El Islam, el Islam, eso es lo único que se escucha hoy en Estados Unidos —murmuró Hemingway— Dame los viejos tiempos de la confrontación USA-URSS. Eso sí que lo entendía. Por cierto, ¿qué sabes tú de los saudíes, Peggy? —Y vosotros, los zipis, ¿vais a contribuir también al programa de reconstrucción? —replicó ella con una nueva pregunta. Azurianan se echó a reír. —¿Esos holgazanes hijos de perra de los planetas zodiacales? ¿Qué les importa a ellos lo que suceda en la Tierra? Mi hermano se largó allí hace quince años, hizo su fortuna en instalaciones ambientales alternativas y en todo este tiempo no he vuelto a tener noticias suyas más que una vez. Una única vez. —¿Tú le escribes? —preguntó Peggy. —Desde luego que no. —Él y Hemingway se echaron a reír. Azurianan chasqueó los dedos. Allá arriba ven las cosas de otra manera. La Tierra ya no es lo bastante buena para ellos, allá arriba. Empezaron a discutir los planes para el resto del día y aún seguían en la discusión cuando el vehículo llegó al hotel de los Pueblos del Cuarto Mundo. La idea general era tomar unas copas, utilizar la piscina para refrescarse y recuperar la sobriedad, cenar, ver la película que proyectaban en el hotel y luego investigar qué ofrecía la vida nocturna de Wurzburg hasta el toque de queda de medianoche. —¿Qué te parece el plan, querida? —preguntó Hemingway tomando del brazo a su esposa—. ¿Sabes qué? Necesitas un par de martinis para animarte, ¿verdad, Mirbar? No te vamos a tener lloriqueando todas las vacaciones, ¿verdad? Después nos daremos un chapuzón en la piscina y, tras eso, dejaremos que la noche vaya envolviéndose de calma y relajación. —Sí, Hem, pero tengo que ir a ver si logro recuperar la bolsa que me falta en el equipaje. — Peggy había ocultado un pequeño maletín en un armario del despacho del gerente. Esto le proporcionaba una excusa para dejar la compañía de su esposo cuando al-Moghrabi llegara para recogerla en su coche. Hemingway hizo un alto y detuvo a Peggy en el vestíbulo mientras Azurianan seguía caminando con su pesado paso de pantera. Hemingway miró a Peggy ansiosamente. —No te estarás amargando, ¿verdad, querida? Hemos venido aquí para divertirnos. Para eso hemos dejado los Estados Unidos durante un par de semanas, recuérdalo. Aunque sólo sea por una vez, no te pongas en tensión. Te lo suplico. Ella contempló con frialdad su expresión atemorizada, su aire de súplica, su patético sombrero. Bajó la cabeza de modo que sus ojos aterciopelados contemplaran a su marido por debajo del borde del sombrero blanco de tela. —¿Quién está tensa? ¿Quieres relajarte y dejar de pincharme, Hem? ¿Has visto esa maldita exposición de atrocidades islámicas que tienen aquí? ¡Bonita manera de recibir a los visitantes! —dijo Peggy visiblemente ofuscada. —Sí, bueno...Vamos, Peggy, le he echado un vistazo pero, ¡qué diablos...! Quiero decir, ¿qué se supone que debo hacer al respecto? Sencillamente, no mirarla. Bueno, me refiero a que todos sabemos que eso sucedió, pero ya ha terminado definitivamente, hace más de ocho años. —Hem, ¿tan insensible te has vuelto que ese niño momificado no te recuerda a Patricia? ¿Tan condenadamente insensible te has vuelto? Hemingway miró a su alrededor con gesto nervioso. La mujer estaba alzando mucho la voz. —No, ese niño momificado no me recuerda a Patricia. Me niego a que me recuerde a Patricia, sobre todo estando de vacaciones en el extranjero con mi esposa. —Sí, con tu esposa y tu psiquiatra. —Mi psiquiatra tampoco me recuerda a Patricia, y será mejor que tú sigas esa línea de conducta. No podemos remediar lo que sucedió en el pasado, al igual que tampoco pueden hacerlo los alemanes. Y ahora, olvida todo eso y veamos si podemos conseguir un poco de alcohol, maldita sea. —No tengo intención de empezar a beber contigo para soportar tus divagaciones, si es eso lo que estás esperando. Él le enseñó los dientes y, presa de una repentina cólera, cerró el puño ante la boca de Peggy. —Hace tiempo que he dejado de esperar nada de ti. Ahora, contrólate, ¿querrás? —Oh, Hem, ¿por qué la vida es tan horrible? ¿Por qué tenemos que seguir viviendo así? ¿No puedes hacer nada? —Ya he hecho algo. Te he traído a esta condenada ciudad, así que disfruta de ella, mujer, disfruta de ella. La habitación de Fahd al-Moghrabi tenía una austeridad que le gustó a Peggy, una austeridad que hablaba de riqueza, no de pobreza. Una música misteriosa, bastante baja, llenaba su interior embaldosado. Las luces estaban bien distribuidas. Un cactus enorme florecía en una maceta, con sus capullos como rosados dientes de tiburón. La única nota incongruente, se dijo Peggy, era un calendario que mostraba un carnaval en Río de Janeiro. Al-Moghrabi le explicó que su banco efectuaba un considerable movimiento comercial con Brasil. Su banco. Peggy tomó nota del dato. La mujer no había gritado, aunque todavía estaba dándole vueltas a tal posibilidad. En lugar de ello, había adoptado el papel de madre. El saudí había resultado inesperadamente tímido y se había resistido a los deseos de Peggy de contemplar su cuerpo. Ante la insistencia de ésta, había soltado una risilla y había parecido incomodarse. Luego, cubriéndose con la sábana, le había dado una conferencia sobre el dinero. En mitad de la conferencia sobre los millones de ríales que Arabia Saudí estaba invirtiendo en la reconstrucción del Cuarto Mundo por parte de los chinos —para público y notorio disgusto de muchas naciones árabes hermanas—, Peggy había alargado la mano con cierto titubeo y había descubierto su potente erección. Desde ese instante, el hombre había demostrado ser un amante entusiasta. El hotel estaba en una parte de la ciudad que los demás extranjeros no visitaban. Ni siquiera los alemanes estaban autorizados a penetrar allí: sólo los chinos y sus socios comerciales, árabes, rusos, brasileños, sudafricanos. Al-Moghrabi no soportaba a los chinos. En realidad, parecía desagradarle la mayoría de razas. Odiaba a los europeos y a los norteamericanos. También le desagradaban los negros, como les sucedía a los chinos. En cambio, le gustaban las mujeres chinas. Las chinas eran buenas en la cama. A Peggy empezó a desagradarle su arrogancia. Ante su obvia pregunta, el hombre respondió con total franqueza: sí, eran mejores que ella en la cama. No, no más entregadas. Más expertas. Los saudíes preferían la experiencia en sus mujeres. Mientras la mujer se sentaba vacilando al borde de la cama, él recorrió la cresta de su columna vertebral de abajo arriba con un dedo mientras le contaba una complicada historia sobre el temperamento y el orgullo árabe y le hablaba de una muchacha de dieciséis años que había conocido en Riad y los prodigios que la muchacha había realizado en los vivos y en los moribundos. Peggy Hemingway estaba dividida entre el deseo de creer su relato y el impulso de no hacerlo. También se daba cuenta de que pronto tendría que desembarazarse de aquel hombre y sabía que en el pasado, muy a menudo, le había resultado inopinadamente difícil desenredarse incluso de un simple desconocido. Después, tendría que mentirle a Hem, incluso durante días, antes de que él se olvidara del asunto. En su interior aumentó la tensión. Peggy conocía bien la sensación. Era casi como dejar que la sangre se le acumulara en la boca. Tarde o temprano, una tenía que escupir. —¿Cuántos años dices que tenía esa putilla? —Fátima tiene dieciséis. —Patricia también tiene dieciséis. Patricia, que vale por cien Fátimas. Patricia... Patricia, mi sobrina. —Patty se volvió hacia el saudí con gesto furioso—. La pobre está encerrada, ¿sabes? Certificado de enajenación mental, problemas de comportamiento, inestabilidad emocional grave... El saudí permaneció tendido e indefenso, perdida la timidez respecto a su cuerpo desnudo. —Uno puede estar en prisión y conservar su libertad de pensamiento. —¿Libertad de pensamiento? Patricia no tiene pensamientos. Pasa sus días encerrada en sí misma. Nadie puede ya comunicarse con ella. ¿Sabes una cosa? Tú eres responsable de ello. Tú lo hiciste. —No tengo el gusto de haberte conocido a ti o a tu interesante familia hasta el día de hoy — protestó el saudí. Peggy se puso en pie, desnuda ante él con el rostro lívido. Era momento de escupir la sangre. —Puedes burlarte de mí, si quieres. No tienes sentimientos, ¿verdad? Desde el momento en que te vi pasar junto a la piscina he sabido que no tenías sentimientos. ¿Por qué siempre busco hombres sin sentimientos? Para hacerle sentir algo, Peggy le habló de Patricia. Peggy y Raquel Schmidt eran hermanas y habían nacido y crecido en Israel. Raquel era la mayor de las dos. Se casó con un hombre de familia acomodada, un estudioso de la universidad de Tel Aviv que le llevaba algunos años y que había obtenido el reconocimiento internacional por su recreación de la música y de los instrumentos musicales antiguos del Oriente Medio. El hombre tenía amigos incluso en El Cairo y visitaba con frecuencia los Estados Unidos. Raquel le dio una hija, Patricia, a la que ambos idolatraron. Raquel trabajaba en Jerusalén, a cargo de las oficinas centrales de una agencia de viajes propiedad de la familia de su esposo. Peggy estaba empleada en una de las sucursales de la agencia cuando había conocido a Jeremy Hemingway. Él era joven, divertido, inseguro, virginal, y ella no había conocido hasta entonces a ningún norteamericano. Jeremy trabajaba para una firma petroquímica de Detroit. El nombre de la ciudad sonó a magia a los oídos de Peggy. Ella le sedujo en Eilat y, una semana después —pese a la tormenta de protestas de su familia—, volaba con él de regreso a los Estados Unidos. Justo a tiempo, según se vio. La agresividad israelí. La paranoia libia. Las obsesiones palestinas. La bomba paquistaní. La secuencia de acontecimientos había sido prevista mucho tiempo antes. La ofensiva islámica se desencadenó seis días después de que Jeremy y Peggy se casaran. Raquel había caído enferma en el último momento y estaba internada en un hospital de Tel Aviv mientras se celebraba la boda en Detroit. Su hija había viajado para actuar de dama de honor. ¡La pena que había sentido aquella pequeña de ocho años! ¡Una nunca hubiera pensado que el corazón de una chiquilla de ocho años podía contener tanta pena! Un adulto, tal vez..., pero una niña, no. Señor, cómo había llorado al enterarse de que Israel había sido borrada del mapa, así, sencillamente. No quedaba allí nadie con quien volver, ni lugar al que ir, Jeremy y yo estábamos todavía en nuestra luna de miel. Patricia estaba visitando los Estados Unidos con la hermana de él. Volvimos a toda prisa. Intenté consolarla. Jeremy intentó consolarla. Sí, realmente lo intentó: ese pobre inútil trató de consolar a Patricia. Nunca habíamos visto pena igual. Nos asustó. Nos asustó hasta la médula. Nosotros dos no nos queríamos con aquella fuerza. Ninguno de nosotros quería a nadie como Patricia quería a Raquel. No había modo de sujetarla. Patricia era todo codos y rodillas y brazos y piernas agitándose. No había modo de acercarse a ella para lavarla o para limpiarle la carita de mocos. Era como probar a acercarse a un molino de viento. Sí, eso parecía: un molino de viento bajo una tormenta... La pena. No decreció. La vieja pesadumbre hebrea manando de un pozo. Nos devoró. Cada vez que intentábamos consolarla, ella nos repelía a golpes. No había sustitutos para Patricia. No como yo. Hem fue el primero en golpearla. Lo hizo como respuesta y yo me alegré de que lo hiciera. Señor, nunca olvidaré esa noche. Tal vez Patricia ya había arruinado por completo nuestras vidas para entonces. Ella le agredió y él la golpeó justo en la boca. Quizás Jeremy estaba asustado. «¡Tú, maldita guarra, sufre en silencio como los demás!» Ésas fueron sus palabras. Yo me puse furiosa. Le golpeé. Entonces, Patricia recobró el aliento y empezó a gritar de manera insoportable. Y yo la golpeé. Qué placer sentí al hacerlo. Seguí sacudiéndola con ganas, también. Odiaba aquel molino de huesos egoísta, miserable y doliente. Deseé matarla. Deseé que la hubieran borrado de la existencia junto con sus padres y su país. Patricia logró volver a su habitación arrastrándose, cubierta de sangre. Esa noche, Hem y yo nos emborrachamos. Ginebra sola. Yo no bebo nunca, pero esa noche sucedió que bebimos ginebra sola. Botella tras botella. Supongo que el odio empezó en realidad precisamente entonces. No podíamos dirigirnos la palabra. Nos odiábamos. Yo me odiaba a mí misma... me odio a mí misma más de lo que le odio a él. Tuvimos que llevar a Patricia al médico. La hicimos internar. Todavía voy a verla una vez, al mes. Visitas de conciencia. Ella no me reconoce nunca. Dieciséis. Todavía espera a que su madre vuelva. Y todavía sigue mojando la cama todas las noches. —Te llevo de vuelta, Peggy —se ofreció Fahd al-Moghrabi, besándola suavemente en los labios. Los falsos edificios salpicaban la oscuridad de la noche con sus luces. El falso Are de Triomphe, el falso Schónbrunn, el falso Escorial, el falso Coliseo, la falsa estación ferroviaria de Milán, el falso esto, el falso aquello... todo apiñado como si el espacio se hubiera encogido en una inesperada contracción cósmica. En cierto momento se habían cruzado con una larga formación de chinos, de cuatro en fondo, que marchaban por la carretera con sus trajes de faena verde oliva. Al-Moghrabi escupió por la ventanilla del coche. Por todas partes flotaba el humo, evasivo como un gato. Faltaban pocos minutos para el toque de queda. El saudí la despidió con un beso en la puerta del hotel de los Pueblos del Cuarto Mundo. Peggy estaba asustada por su corrección, imaginando que crecería como un tumor desde alguna profunda cólera inexpresable: ¿o tal vez se trataba de una proyección, como diría Azurianan? —Tú me odias. Sólo te he dado cenizas. —Me has dado todo lo que tenías para dar —respondió él—. ¿Cómo podría quejarme de tal regalo? Este mundo nos hace sufrir a todos. Buenas noches, Peggy. Tras esto, al-Moghrabi volvió al coche con su paso rápido. Ella se acordó de retirar del despacho el maletín que había escondido allí. Caminó tambaleándose como si estuviera achispada entre las nítidas superficies reflejantes de la recepción del hotel. El encuentro había terminado; una vez más, había perdido algo que esperaba. El hotel resultaba sofocante. Peggy creyó oír a alguien moviéndose en la oscuridad, pero no vio a nadie. Al rodear el estanque de peces ornamentales, golpeó algo con el pie. El objeto rodó sobre las baldosas. Era una herramienta, un destornillador, que tintineó hasta caer entre los peces. Tras una pausa, se dirigió a la entrada lateral tratando de respirar profundamente. El aire era rancio, mortecino, viciado de humo. La piscina brillaba tenuemente bajo su superficie de celofán. Peggy prestó atención para captar el sonido del coche de al-Moghrabi traqueteando bajo sus depósitos de gasógeno, pero ya se había marchado. No se oía el menor sonido. Ningún ruido llegaba del campo o del pueblo. Toda Europa estaba ahora tan silenciosa como la propia China después del anochecer. LA PUERTA SE CIERRA EN EL CUARTO MUNDO habría podido ser un titular llamativo, de haber existido periódicos. Sobre las paredes desconchadas del hotel se cernía el armazón de la falsa torre Eiffel. La piscina vacía le recordó un cuadro de David Hockney colgado en la buhardilla de su casa de Detroit. Un regalo de los padres de Hem. Si alguna vez volvía a aquel maldito Primer Mundo, vendería aquel cuadro. La gente no necesitaba recordatorios de penas y silencios. ¿Le importaba ella algo a Fahd? ¿Era Peggy una —insatisfactoria— mujer más para él, como él era un hombre más para ella? ¿Era posible que existiera un auténtico —auténticamente real— contacto entre dos personas? Hem, bastardo, agradece a Dios que me hayas fallado tanto como yo te he fallado a ti... Pese al mortal calor de la noche, un escalofrío la recorrió. Se volvió e, inmediatamente, una mano se cerró sobre su boca. Peggy tuvo un susto de muerte aunque, apenas unos momentos antes, la idea de que allí había alguien la había asaltado desde las sombras de su mente. —Has vuelto, pues. Le he dado una píldora a tu marido y ahora duerme. No grites. Palabras cálidas al oído de Peggy. Cuando vio que no gritaría, el hombre apartó la mano. Peggy pensó, abstraída, que en todos los hoteles donde había estado, incluso en el Cuarto Mundo, había siempre suficiente luz para ver a quien te atacara. —¿Dónde has estado todo este rato? —preguntó Azurianan. Ella fijó su mirada en aquellos imprecisos ojos armenios. No resultaba más aterrador ahora que cuando se mostraba consolador. Peggy se echó a reír, simulando haber bebido. —¿Dónde has estado, condenada? —El armenio le dio una sacudida. —Me voy a la cama, Mirbar, te lo agradezco mucho. Quizás yo tome también una píldora, sí. Me he tomado la molestia de hacer todo el camino hasta el aeropuerto para recuperar este maletín que faltaba en el equipaje. Balanceó el maletín hacia delante y golpeó con él al hombre en el pecho. Completamente escéptico, él replicó: —Te llevaré arriba. —Yo no estoy bebida, como tú. —Yo no estoy nunca bebido. —Es una lástima. Sí, una condenada lástima. Escuchó unos disparos en la distancia. ¿A quién le estarían disparando? ¿A alemanes? ¿A turistas? ¿A ambos? Se tambaleó mientras avanzaba hacia la escalera, como si realmente hubiera bebido. La pared era áspera bajo la palma de su mano. Ante la puesta de la habitación, se volvió para decir: —Por cierto, Mirbar, querido, voy a conseguir, aunque sea lo último que haga, que Hem te despida de una vez. No puedo seguir soportando que te entrometas entre nosotros. Tal vez tendríamos una nueva oportunidad si no estuvieras tú por medio. Desde hoy en adelante, Hem tendrá que pasarse sin su asqueroso psiquiatra. El hombre tenía su rostro casi pegado al de ella. Peggy podía notar el vientre joven y fofo de Mirbar apretado contra su puño, podía oler su aliento a especias, como si estuviera relleno de cosas dulces y muertas. —Peggy —dijo él—, yo no soy psiquiatra de Jeremy. Soy psiquiatra tuyo. Él me paga para que te atienda. La cólera volvió a la mujer, que le abofeteó la mejilla notando sus dientes y sus huesos resistentes bajo la blanda palma de la mano. —¡Mientes, mientes! ¡Eres un mentiroso! ¡Sal de aquí! ¡Piérdete! Él la sujetó y abrió la puerta de su habitación. —Entra aquí, putilla neurótica, y te enseñaré un par de cosas. Te voy a enseñar algo. Quizá jodiendo pueda meterte un poco de cordura en la cabeza, esta noche. Se estaba desabrochando la bragueta. Peggy se desasió y corrió a su habitación, cerrando la puerta tras ella y pasando el cerrojo. Azurianan susurró su nombre una vez en el pasillo; luego, desistió. Ella se quedó donde estaba, escuchando. No escucho ningún sonido más. Hemingway no se había despertado. Su pesada respiración se perturbó un momento, pero pronto volvió a hacerse regular. En el techo de la habitación bailaban unas luces, reflejo de la superficie de la piscina exterior. De nuevo, aquel silencio asfixiante. Se quedó allí un largo rato, de espaldas a la puerta. Después, se quitó la ropa sucia y se metió en la cama junto a su esposo. Antes del amanecer se escucharon nuevos disparos en el exterior. Ninguno de los norteamericanos los oyó. (1982) [/font:70b2f53459][/size:70b2f53459] [/color:70b2f53459]